Sin desmesuras emotivas,
liberándome del peso
de adioses y bienvenidas
—dogma de las masas—
las doce campanadas
para mí ya no finiquitan ni inauguran
nada más que uno o dos dígitos.
Prefiero revalidar mi propia ancla de fe
y confirmarme fiel a la deriva
del ciclo infinito del propio cosmos.
Como esos sabios irracionales,
los árboles y las bestias,
vivir a plena piel, a plena vista, a pleno oído
las temporadas naturales.
Entonces:
mi año nuevo acaso sea
(y suerte si así fuera)
repetir la gracia de una perfecta rutina:
centenas de renovados soles
que el equinoccio cobriza,
el crudo julio con hielo y lluvias agrisa
y, por fin,
el solsticio de Navidad otra vez con arrebato exalta.
Hoy añoro menos los calendarios idos
y ya no entrego el alma
a éste que administrará
—árbitro de molde—
la cotidiana existencia de ordenada burocracia…
Sin adioses ni bienvenidas
conjuro al monstruoso Déspota,
—ignominioso hijo de Urano—
en tanto ciclo con el ciclo de la Madre Gea
y, en paz, me dejo vivir…
7 de enero de 2.010

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