Mientras compartíamos una cena festejando los cincuenta años de Martín, de pronto, no sabemos cómo, empezamos a contar recuerdos de nuestra niñez. Cuando le tocó el turno a Martín, nos sorprendió con su introducción:
—Por primera vez —empezó— voy a contar algo que no sé por qué no lo conté nunca a nadie...
Y pasó a narrar esto que, según sus propias palabras, se le quedó en la mente como algo que no puede distinguir entre hecho real o elaboración de la magnífica imaginación de los once años. Como sea, lo recuerda con la frescura de sensaciones como si le hubiera sucedido ayer. Sin embargo, pasaron casi cuarenta años… otra vida, otro mundo allá en la chacra…
Recuerda que llovió todo ese día de enero, desde antes del amanecer. Escampó a media tarde y Martín sintió que tenía para él toda la vastedad de la chacra, deliciosamente empapada de agua fresca, el cielo encapotado y un atisbo de sol, como un pálido huevo frito con la yema velada por la clara. Atardecía y había logrado permiso, pero primero prometiendo cumplir mil precauciones, para salir a andar en bicicleta por el camino barroso, con aquellos enormes charcos en las depresiones del suelo y en los bajíos. Y por la zanjas, todavía se veían rumorosos regueros de agua bermeja corriendo cuesta abajo…
La bicicleta ya vieja y destartalada permitía satisfacer sin pena la ocurrencia de embarrarla y vibrar con la adrenalina de esa acción atrevida. La primera etapa de la aventura fue adentrarme velozmente por las acuosas hileras del teal, pedaleando sin perder el ritmo y concentrándome en la destreza con la dirección. Los “líneos” del teal simulaban, para Martín, vallas paralelas de hojas saturadas de agua fresca, que por entonces le llegaban a medio cuerpo. Cerdas de verde cepillo suave los gajos crecidos, que hacían volar verdaderas nubes de gotas gruesas de agua al atravesarlas. La idea era mantener la velocidad de la bicicleta constante y superar así el encajonamiento hasta salir al otro lado, absolutamente empapados los pantalones cortos y la remera. De verdad, una experiencia deliciosa, pero después de superar la primera sensación, bastante desagradable, del agua en la ropa que hace que la tela se adhiera a la piel…
Luego de cansarse de “navegar” los líneos del teal, se lanzó al camino vecinal y al “escándalo del barro”, mientras el sol descendía despacio y aviesamente. La bicicleta se volvía una extensión de su cuerpo. Martín pidió a su padre que le quitara los guardabarros para que no se atascaran las ruedas con la pasta de tierra lodosa, en ese momento verdadera argamasa de color bermellón.

Oscurecía, y al propio tiempo, aumentaba el gusto y la obstinación por seguir y seguir la carrera loca de enchastre y velocidad… Era época de maduración de los ingás; los gajos cargados de agua y de abundantes frutos, se inclinaban dócilmente sobre la orilla del camino, bordeado de monte, quedando al alcance de las manos. Las vainas de amarillo-verdoso eran ciertamente grandes ese año. Martín hizo una pausa en sus malabares sobre dos ruedas, para recolectar vainas. Se subió a un tronco caído, se aferró a las ramas del ingá y se puso a tomar las más maduras. Entero él un enchastre de barro: piernas, brazos, espalda, cabellos… Después de disfrutar por algunos minutos de las frutas, otra vez al éxtasis del “riesgo”.
La destreza fue creciendo y las acciones más lanzadas.
Como anochecía, se imponía el volver a casa; pero no sin antes el placer de una última vuelta por el camino vecinal. Casi sin luz, la impresión y el vértigo se intensificaba. Con las últimas fuerzas, pedalear locamente para impulsar a una ciega y feroz carrera, dejar el camino de la chacra… En ese punto, los caminos se encontraban y formaban una especie de X, cosa que producía una cerrada revuelta, en ángulo agudo la alta muralla del monte. El camino vecinal aunque recto, caía en ese punto en un abrupto “bajadón” y luego el fuerte ribazo.
Para no empantanarse en esa intersección anegada, la velocidad era esencial. Había logrado una vez más el objetivo y con velocidad mayor a lo previsto, prácticamente entró en “vuelo” al camino vecinal. Sin esperarlo para nada, justo en la vuelta y avanzando por el camino, una sombra voluminosa, un bulto negro, acezante. La sorpresa y el susto conjuntos para Martín. Reacción instintiva: ante el oscurísimo bulto que lo atropellaría de lleno, saltó de la bicicleta, quizá emitió un ahogado grito de estupor, no recuerda, y algo semejante a un rapto de conmoción lo envolvió. La bicicleta continuó su marcha para terminar chocando contra la barranca del camino y caer estrepitosamente…Y fue por pura casualidad que evitó el impacto con “eso” que, así como apareció, se diluyó en la oscuridad, entre los dos muros de monte. Apenas repuesto de la sorpresa, Martín se puso a pensar en lo que pudo haber sido aquéllo…
Confusión total. El mínimo recuerdo difuso que le queda a Martín —entre la bruma de la desagradable impresión— es verse levantando con rapidez la bicicleta, montarla y salir huyendo hacia su casa…
Para Martín, sigue clara la imagen de la bicicleta tirada, la rueda delantera en el aire girando, la sensación del barro pegajoso en la piel, la semioscuridad, el frescor y el silencio de aquella hora… Pero ¿en cuánto tiempo pasó todo? Imposible saberlo: quizá solo fueron tres segundos, ver el bulto negro como un bólido avanzando hacia él, reaccionar, volver como de un desmayo. Luego toda la vergüenza del mundo: ¡qué papelón! Lo entendió: era un jinete lo que vio venir en su contra, aunque el montado no se detuvo. Simplemente pasó como un relámpago y desapareció en la penumbra del camino entoldado por el monte. No tenía forma de saber quién era. Por otro lado, ningún vecino de la zona seguía usando caballo. Entonces: ¿sería alguien de otro lugar?, alguien de lejos, evidentemente. Con o sin encontronazo, un hombre a caballo a toda carrera en la casi oscuridad del anochecer en un camino encajonado por el monte, provocaba sorpresa, por lo insólito... Mientras regresaba a toda velocidad a su casa, sin mirar atrás y adivinando el camino, temblaba de conmoción. Y la sensación de que aquel bulto sombrío le seguía a pocos centímetros y ya lo estaba alcanzando…
Lo que le importaba a Martín era el sentimiento de humillación que, pasado el susto, lo torturó por un par de días. ¡Hizo el ridículo, qué papelón!
—Por eso nunca conté esta experiencia… —concluyó Martín, riéndose.— Hoy es un recuerdo gracioso de mi niñez. Y continuó narrando su experiencia:
—Habrán pasado quince años, cuando uno de los vecinos más antiguos en la zona, habló, circunstancialmente, del caso de un aparecido que, a caballo, decían, solía presentarse en “nuestra picada”, ese breve tramo de trescientos metros en túnel de montes intactos, que separaba las chacras y seguía su derrotero de bajadas, subidas, revueltas y cruces de caminos, uniendo y separando nuestros espacios y vínculos. Reconozco —continuó Martín— y, tras escuchar semejando historia, por un momento me volvió a invadir el mismo espanto de aquél anochecer. Es que no podía probar la posibilidad de un encuentro con un jinete real, ni tampoco descartar la hipótesis metafísica del “aparecido”. Lo analicé bastante, aunque, que recuerde, —acotó haciendo comillas con los dedos de ambas manos— la “picada oficial” de “asombrados” era la otra, medio kilómetro más allá, entre mi casa y la escuela. Como que desde el primer grado les oía contar a los chicos que la atravesaban, aquello del “hombre sin cabeza” que solía aparecerse a los caminantes. Preferí mantenerme en el campo de lo racional y casos como éstos no pasaban para mí de lo meramente folklórico. Me agradaba y hasta me hechizaba el color de estas creencias y relatos, pero no permitía que saliesen del seguro lugar de las fantasías, tomándolo como un cuento de los padres y abuelos para alertar a los chicos. Pero, en el fondo de mi mente, esa experiencia sigue pareciéndome extraña, y seguirá siendo una duda sin resolución…
Martín, fijó su mirada a un punto perdido de la sala, y cerró su historia, ya sin sonreír y con nostalgia en sus palabras: —Fuese fantasma o jinete real, lo cierto es que hoy, de aquel escenario tan forestal, no queda nada. El desbosque cambió el paisaje y seguramente, incluso hasta desterró al jinete fantasma… quien sabe hacia dónde… pero, ciertamente, no lo desterró de mi recuerdo.▲
7 comentarios:
Gracias por este magnífico post. Admirando el tiempo y el esfuerzo que puso en su blog y la información detallada que usted ofrece.
Gracias por el comentario tan benèvolo. Una pena que el lector o lectora no indique su nombre y el lugar donde reside. Es interesante saber desde dònde nos leen. Igualmente, va todo mi agradecimiento por tomarse esta molestia de leer y comentar.
informações Awesome, muito obrigado ao escritor do artigo. É compreensível para mim agora, a eficácia ea importância é incompreensível. Mais uma vez obrigado e boa sorte!
Jy het 'n paar mooi punte daar. Ek het 'n soektog op die onderwerp en word hoofsaaklik mense sal toestemming met jou blog.
Estoy entrando a tu Blog por primera vez, gracias a que estamos en un mismo grupo en facebook. Este relato de infancia me llevó, indefectiblemente, a mis propias experiencias infantiles, tambien rurales, llenas de retos, con sus pros y sus contras, alla por Entre Rios donde crecí.¡Gracias Luis! Me trajiste un momento de paz y de emociones olvidadas.
No, gracias a vos María Ester por tu comentario tan sentido. No solo agradezco la benevolencia del comentario, sino agradezco y valoro enormemente que el "cyber espacio" me haya regalado una lectora como vos que sienta afinidad y afecto por la literatura (por llamarlo de algún modo)"literatura rural", hoy día tan poco explotada en el afán de ser todos "urbanos", "postmodernosos" y "globalizados". Por eso agradezco tu lectura de mi cuento y que te hayas molestado en brindarme estas palabras tan emotivas. Si mi texto logró en vos loque contás, me doy más que por satisfecho. Un gran saludo.
HAAA, nos negamos a lo que no conocemos, pero que las hay las hay, yo se que hay algo más,
Hermoso cuento.
Tupac
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